Valdebebas huele a azufre

La primera vez que pisé una clase de la Facultad de Ciencias de la Información, recibí la mayor verdad que se puede recibir en toda la carrera. El profesor de redacción periodística, Don Teodoro León nos advirtió que en la redacción de un medio de comunicación no hay compañerismo sino que el tiempo solo deja lugar a la curiosidad por saber “cual de tus compañeros es el más hijo de puta”. La profesión periodística se parece más al mundo de las top models que al de la medicina. Entre los médicos no hay fisuras, si la mano de uno se ensucia, la mano de otro la lava. Mienten como bellacos ante una negligencia, o miran para otro lado como políticos ante una mala praxis. En el periodismo sucede lo mismo pero con una finalidad opuesta. Por eso llaman tanto la atención las excepciones que confirman estas reglas.

Lo que en la tarde del sábado le ocurrió al compañero Antón Meana podría haberle ocurrido a cualquiera de los redactores asistentes. A cualquiera salvo a cuatro “pelotas” descoloridos que dan más prioridad a su cuenta corriente que a su propia credibilidad. A diferencia del compañerismo médico, en el periodismo deportivo que anida en Valdebebas la falta de corporativismo se debe más a la vanidad que a la razón. Nadie quiere tragarse sus palabras porque todos estamos desnudos ante una hemeroteca tan sádica como internet. A Antón Meana le defenderán quien hasta el momento se oponía al discurso de Mourinho y a Antón Meana le restará credibilidad o razón aquellos que se resistan a quedar desnudos dando su boca a torcer. La mayoría ha optado por no dar marcha atrás en sus mensajes, antes muertos que desdecirse y admitir su error.

Ruí Faría y la marioneta vasca se resistieron, aunque no se opusieron, a  participar en el juicio sumarísimo celebrado en la trastienda de la sala de prensa madridista. Uno porque su reputación más reciente no aguanta más líos y otro por debilidad moral manifiesta. Desde que Mourinho defecase su firma en el contrato con el Real Madrid ha vivido varios momentos de cobardía pública. El primero de todos se produjo cuando metió su dedo en el ojo de Tito Vilanova, por la espalda, a traición y oculto detrás de una cortina de empujones que se enfrentaban cara a cara. El otro acto de cobardía personal pública se puso de manifiesto cuando durante el último derbi madrileño rehusó contestar en el banquillo las intenciones del “mono Burgos”. La respuesta llegó desde la distancia en el espacio y en el tiempo, eso sí, con mucha prudencia por aprecio a su cabeza. La cobardía en privado que el sábado pasado demostró contra un periodista solitario, en casa ajena y rodeado de contrarios ha alcanzado un límite repugnante.

El hecho de que Mourinho me parece un mal entrenador, sí, un mal entrenador (no es el eco, lo repito para que quede claro) es menos discutible que la opinión que tengo sobre su carácter personal, pues tengo la sensación que nos encontramos ante una muy mala persona. Porque la intimidación a la que ha sometido al periodista de marca, no se basa en una cuestión profesional o personal, sino en el abuso de una relación de poder. Mourinho es el fuerte y Meana es el débil. El técnico portugués se ve obligado a emprender acciones macarras contra quien puede, no porque haya perdido los estribos de los nervios, sino porque ha perdido los estribos de su profesión. Con acciones como la de ayer, va siendo hora de que Diego Torres o Roberto Palomar vayan pidiendo a sus respectivos directores un plus económico de peligrosidad similar al que cobraría un reportero de guerra en Afganistán.

Si Mourinho fuese un buen técnico, ni estaría a tantos puntos de distancia con el Barcelona, ni necesitaría el favor de los árbitros, ni tendría revolucionado al vestuario, ni humillaría a periodistas, ni sacrificaría a empleados, ni criticaría a los aficionados de su propio club. Si Mourinho fuese un buen entrenador no necesitaría tantas cosas como necesita para haber ganado tres títulos en tres larguísimos años. Se bastaría él solito para jugar bien, para ganar más y para perder algo mejor de lo que lo hace. Si fuese un buen técnico no tendría que restregar por las alcantarillas más sucias su lamentable personalidad. El portugués no busca la verdad o la identidad de una fuente, busca venganza y un motivo para afinar su reputación profesional a base de excusas mal pensadas y comidillas palaciegas. No busca el fútbol en el campo, lo busca entre bastidores y no tiene la capacidad suficiente para exprimir la verdad del balón en los pies de los futbolistas, prefiere encontrar los motivos entre micrófonos de periodistas. El vestuario del Real Madrid no huele a réflex y sudor, aún huele a azufre como la sala de prensa porque en ella mora el mismo demonio.

Lo más grave de todo es que a Antón Meana no lo citó en la trastienda de la sala de prensa José Mourinho y Silvino Louro, a Meana lo intimidó, lo acosó, lo insultó y lo coaccionó el Real Madrid en persona. Cada gesto, cada amenaza, cada gol y cada enemigo que se granjee Mourinho, no lo hace solo en su nombre, sino que primero le pone el sello del Real Madrid. Mientras tanto, el presidente merengue, da pábulo, venia y beneplácito a las aventuras y desventuras de la pandilla de su técnico. Con una voz acaramelada en un estrado ante los socios, Florentino Pérez sigue afirmando que Mourinho es el mejor técnico del mundo y que soporta a menudo descalificaciones injustas. Si un presidente sin remedio como este, no pone remedio, Mourinho no caerá solo, con él ya hace mucho que empezó a caer el propio Real Madrid.