El guardián entre la centena

El sonido fue seco y envolvente en aquella sala forrada de madera y sellada casi herméticamente para que la verdad o la mentira jamás lucieran libre fuera de sus fronteras. Todo había acabado para todos y los nervios tornaron en descanso porque se conocía la justicia aunque se atropellaba la verdad. Llegó el final y su maza desgastada por el tiempo puso nombre a  la realidad y apellidos a la mentira.

Acabó la Liga y lo hizo de cualquier forma porque podía haberlo hecho de manera diferente. El fútbol es un río de detalles que se pierden en la inmensidad de su propio final. Se resume la liga y siempre se hace anclado en los extremos del optimismo o del pesimismo, de la verdad o de la mentira, lejos de la mediocridad y amparados en la media verdad. Finalizan los campeonatos y los vencedores son la quinta esencia de la perfección mientras el perdedor se martiriza mirando su propio resultado.
O se es bueno o se es malo, blanco o negro, estudias o trabajas, nadie puede hacer las dos cosas al mismo tiempo y nadie colorea un dibujo en la escala del gris. No hay nada más allá de las cifras que sentencian los estados de ánimo, no existe cobijo para las dudas porque no hay más instancia superior que el resultado. En el proceso liguero importa el fondo pero en la sentencia solo importa la forma redondeada de los números redondos.

La liga no necesita resumen porque el campeonato encuentra su recurso de amparo en la precisión del Resultado: 100 puntos, 32 victorias y 121 goles a favor. No hay más que hablar porque solo las cifras tienen voz y voto en un deporte de sensaciones. Me niego a poner una alfombra roja al cinismo para que entre en mi casa, anule mi mente y simplifique mis apreciaciones.

Mourinho durante la celebración invitaba a los aficionados merengues para que bautizasen al equipo como el de los cien puntos, sin embargo sería demasiado simple para un entrenador tan analista y amante del detalle, limitarse a resumir su gran conquista en una cifra que suena bien pero resuena mal. Parto de una base que tengo segura como pocas y es que considero que el Madrid es justo campeón porque la Liga es la competición más justa de todas por ser la más larga y la que ofrece más oportunidades de redención. Pero la liga es la misma competición que hace un año o hace tres, nadie cambió la forma del balón, ni las reglas del juego, ni tan siquiera el logotipo de la competición; solo cambió el campeón. Sería un buen ejercicio de contrición forzosa aprovechar este año que el Real Madrid es campeón para definitivamente cortarse la libra de carne y evitar que nos consuman más pecados. Sin embargo no seré yo quien clave el cuchillo en mi esófago porque ningún pecado tan grave hasta el momento tengo que redimir. Siguiendo los análisis de los últimos finales de temporadas de la mayoría de medios de comunicación, no me gustaría limitarme a cacarear cifras como hoy hacen todos y soslayar análisis antaño tan importantísimos como son las repercusiones arbitrales y que desde hace 4 años se habían vuelto tradición ineludible en cualquier mesa de redacción. No seré yo quien traicione tan corta pero intensa tradición pasajera que apenas ha durado tres temporadas que corona al Madrid como justo campeón pero que al mismo tiempo no se ha podido desprender de la polémica arbitral.

 Podría perder el tiempo y el artículo como hicieron otros, analizando una a una las veces en que los árbitros han pitado fuera de casa al Madrid con una mano en el silbato y la otra en la entrepierna. Sin embargo solo voy a recordar que la sensación dejada por el conjunto merengue en muchos casos en campos rivales es la de miedo  arbitral, abuso de poder y presión mediática. Si toda la actuación futbolística de un equipo se puede condensar en una centena de puntos, toda la polémica arbitral puede quedar representada en el partido que el Real Madrid disputó en Villarreal. Después de haber visitado de forma airosa a Rayo, Betis, Mallorca o Getafe entre otros, Mourinho destapó una caja de truenos, ira e impotencia porque el árbitro se puso el silbato en la boca y quitó su mano de la entrepierna. Y todo, a pesar de haber vivido un arbitraje placentero y con muchos aspectos discutibles contra el Villarreal. La noche se saldó con Mou aparcando coches e insultando al árbitro. Ese fue el último embolado porque ya no se necesitó ninguno más.

La liga por desgaste del silbato y por la puntería de Cristiano ya se había decidido hacía mucho tiempo a favor del equipo blanco. El Madrid bautiza a su equipo como el de los cien puntos, mientras otros recordarán la liga como la que se disputó en los parquin aledaños a los estadios. Cien puntos frutos de un sobre esfuerzo por mostrar una contundencia presente que olvide esos partidos pasados fuera de casa que no son otra cosa que puntillos a la mar que en las cuentas anuales se pretende no  justificar.

Poca gente puede dudar de que si el conjunto madridista hubiese disputado los últimos dos partidos de una liga perdida, ya se hubiese encargado Mourinho de subir a Kaká, Sahín y a Pedro Mendes, por citar a su canterano más conocido, al centro del escaparate de la titularidad, adulterando esta vez de la forma más directa la resolución del campeonato para otros equipos. Sin duda que no es baladí ver a un equipo conseguir tantas victorias en una misma temporada, sin embargo, puede haber quien considere que esa cantidad de puntos es más fruto de la vanidad que de la presión competitiva. Mallorca y Granada siempre recordarán que el Madrid no es un equipo al que se le debe un favor, no por culpa de la honestidad merengue, sino que el Madrid se vio obligado a ganar con todo hasta el final por la obsesión inteligente de Mourinho en poner el Parquin-metro a ras de cero. Porque el Real Madrid no ha cambiado dejadez por honradez sino que ha cambiado Amistad por vanidad.