Tras un partido de Italia en el Mundial de 2006 disputado en Alemania, un periodista interpeló a Genaro Gatusso por su destacada actuación en el encuentro. El futbolista italiano respondió: “no empecemos insultando al fútbol”. Roca entre la hierba del estadio y realismo artístico ante los micros, justo lo contrario que Xabi Alonso siendo jugadores de un mimético perfil. Ya casi no recuerdo el Xabi Alonso que dirigía los mandos del Liverpool con un mapa del campo en una mano y unos zapatos de claqué en la otra. Qué fue de aquel jugador que organizaba los ataques a diez metros del área rival, que distribuía el juego con una brújula en el cerebro y que mimaba el balón con un imán en el tobillo. A dónde quedó ese futbolista que cortejaba el juego susurrando con su pie en el oído derecho del balón.
Aún conservo recuerdos sin tener que recurrir a la videoteca de aquella Eurocopa conquistada por España en 2008. Aquel Xabi Alonso con cara de niño y restos de acné juvenil aún mantenía la tímida mirada de la inocencia y la incertidumbre. Lo recuerdo en el banquillo de la selección, como subalterno de Marcos Senna, como un viejo adolescente de 26 años que aún no sabe lo que quiere ser de mayor. Han pasado casi cinco años, han pasado tantas cosas y al mismo tiempo han cambiado tantas otras que a veces pienso que el tiempo es tan subjetivo como cada uno de nosotros. La relatividad del tiempo donde una hora de risas parece un minuto y un minuto de asfixia parece una hora. Cada futbolista evoluciona de una forma diferente, e incluso existen futbolistas que cinco años después en lugar de evolucionados se nos muestran demacrados en la plenitud de su carrera. Cinco años después de esa Eurocopa, Xabi Alonso ya sabe lo que es. Cuando acabe de finalizar su declive físico, cuando las gulas del norte pesen más que las carreras en la meseta en un cuerpo proclive al sobrepeso, cuando llegue la hora de sentarse en ese mismo banquillo a la espera de respuestas, quizás tenga el tiempo suficiente para reflexionar si siendo lo que es, es realmente lo que quiso ser o lo que pudo ser.
En Xabi Alonso ya no queda ninguna muestra de talento ni de aprecio por el juego, de aquel chico de hace cinco años solo queda el nombre, la lana escaldada y la fama. Desde la llegada del catenaccio portugués al Real Madrid, Alonso se ha convertido en un colgador de balones a ninguna parte, un tirador sin mira telescópica que apunta al bulto, un talador de piernas con camisa de cuadros bajo la camiseta de seda. Un anunciante de ropa de vestir cara que bien podría anunciar segadoras, tractores y aperos de labranza. La fuerza bruta enfundada en un traje de 1000 euros con el finalcial times bajo el brazo y miradas de gentleman inglés para dar el pego. La incoherencia de la imagen de marca que disfraza a leñadores con trajes de Emidio Tucci y oscurece la otra cara de la verdad. El único estilismo y elegancia que a estas alturas caben en Xabi Alonso son las costuras de sus trajes de cada temporada otoño/invierno y primavera/verano.
Del Alonso madridista no se podrá recordar con el paso de los años un jugador con pegada al balón, pero sí con pegada al tendón. El Real Madrid fichó a un jugador que podría haber sido brutal y sin embargo le ha convertido en un simple futbolista bruto. Porque el fútbol siempre se divide en dos: Dos equipos, dos marcadores, dos estilos y dos tipos de jugadores. Existen los que crean y existen los que destruyen, los que son pegados y los que pegan, los que son respetados y los que son temidos, los que se tienen en cuenta y los que ajustan las cuentas, los que quieren ser Maradona y los que quieren ser Gatusso.
Del Alonso en la selección española solo se podrá recordar como una cuerda rota en la guitarra de Paco de Lucía o un gallo en la garganta de Camarón, un pintor de brocha gorda barnizando el marco de un Picasso, una “Mona Lisa” en la cafetería del museo, una fábrica de neumáticos en mitad de Doñana, un mal consorte de un fabuloso reinado. Un futbolista que llegó a la selección abusando de su técnica y se marchará abusando de sus patadas y del que no se recordarán sus bellas artes sino sus malas artes. Alonso se ha convertido en un becerro de ocre para acólitos de mesa, micro y mantel, de vacaciones comunes en Verona y de historias particulares que tienen más que ver con la playa que con el césped y con las amistades mediáticas que con los goles. Un auténtico tío con estrella mediática que ha sabido mantener con saldo cero la cuenta de las críticas periodísticas cuando desde hace mucho tiempo rara vez coincide su debe con el haber. Un recogedor de talentos ajenos y mentiras piadosas, un maestro del escondite ante las críticas que ha sabido poner su fama al servicio del reconocimiento europeo.
La historia de Xabi Alonso es la triste metamorfosis inversa de cómo una bella mariposa se convirtió en crisálida y finalmente en oruga. Pocas cosas realmente relevantes se pueden decir de un jugador cuyo mayor mérito en cada partido es mantenerse sobre el césped sin ser expulsado y cuyo calificativo más puramente futbolístico es tan intangible, indemostrable y eufemístico como el equilibrio que supuestamente da al juego o el sostén que da al equipo. Más preocupado por tocar la cara de los rivales que el balón, definitivamente ha decidido cambiar la pluma por la espada y la palabra por el hacha.