Estaba
situado en una pared, a pocos metros de una mesa llena de papeles. Marcaba las
tres menos cinco. Mientras el interlocutor bajaba la frente para buscar un documento
en una carpetilla azul con su nombre inscrito para caso de pérdida, el
oficinista elevaba su cabeza buscando las tres en punto en aquel reloj que
paseaba sus agujas en un baile que parecía eterno.
El fútbol es
el arte más desarrollado del siglo veinte porque en cada uno de nosotros hay un
marchante y un experto. Artistas del balón basan sus obras instantáneas en la
creatividad y el ingenio porque no se puede diseñar una obra de arte sin
haberla soñado previamente. Jamás una declaración de la renta tendrá un hueco
honorífico en el museo del Louvre. Arbeloa no es un pintor de brocha fina
porque se levanta a las siete para estar a las ocho en la oficina del fútbol.
Desde su mesa verá pasar las horas, las caras y el tiempo con nerviosismo hasta
que toque las tres y se cierre la oficina. Los genios talentosos del deporte no
tienen horarios porque trabajan por las noches, mientras duermen dibujan sus
jugadas que al día siguiente convertirán en obras de arte para exponerlas en la
galería del fútbol mundial. Arbeloa no tiene ese talento, Arbeloa es un
funcionario del fútbol.