Nadie le pide un autógrafo ni nadie asiste al campo para verle, jamás se
besa el escudo cuando acierta porque dicen que nunca lo hace. No lleva un número
en la espalda pero lleva toda la presión sobre sus hombros. Sus apellidos jamás
se olvidan cuando acaban los partidos. A veces me pregunto quién lavará su
ropa, si alguien la planchará con el mimo suficiente de no quemar el escudo de
la Real Federación Española de Fútbol y si alguien estampará un beso en el
cristal de su coche antes de su partida a los infiernos que se desatan los
fines de semana en cualquier ciudad de España. O si por el contrario manda por
mensajería la ropa a una lavandería desde un campo de concentración
deshumanizado, oscuro como su existencia y carente de contacto con el resto del
mundo. Me resulta casi imposible imaginarme a un árbitro español esbozando una
sonrisa ante sus hijos, apreciando un cuento de Julio Cortázar o mirando un
viejo álbum familiar con lágrimas en los ojos. Es imposible que alguien pueda
encontrar la felicidad vestido de negro con
un silbato en la boca porque ellos siempre se equivocan. El arbitraje es un
hábito irreversible que nunca encuentra hueco para la misericordia ajena, un
acto de sodomía absoluta y notoria ante toda la sociedad.
Aquel que decide practicar el arbitraje futbolístico en este país está
destinado a declinar todos sus derechos y virtudes que le igualaban como ser
humano al resto de hombres antes de tomar la decisión. Quien se agarra a un
silbato pierde su derecho al honor, a no ser insultado, menospreciado o calumniado, renuncia a las
pocas esperanzas que cualquier ser humano tiene de ser medianamente feliz
desarrollando su vocación. Es la única figura pública desamparada por la
constitución y marginada por las leyes democráticas más elementales.
El árbitro español desempeña dos funciones, una accesoria y otra básica.
La función accesoria consiste en interpretar un reglamento ambiguo y en sortear
los engaños y reclamaciones de 22 jóvenes millonarios carentes de educación en
la mayoría de los casos y repletos de egoísmo en casi todos. La función social
comienza justo cuando acaba el partido, pues se convierte en un aliviador de
traumas comunitarios y en un fetiche de la falsa virilidad. Aquellos que les
critican sustituyendo argumentos por
insultos y empatía por odio, desfiguran su civismo y la poca valentía que
consumen con el tibio objetivo de vencer al rival más débil después de que su
idea haya fracasado con el rival más fuerte, el equipo contrario. Aquellos que
siembran la duda del error arbitral consciente son los verdugos inconscientes
del propio deporte al que adulan y del que viven. Son los propietarios de los
susurros que se clavan en nuestra mente para recordarnos que todo es mentira cada
vez que nuestras expectativas deportivas no se cumplen. Son los que se refugian
constantemente en el axioma de que la culpa es del diferente, del frágil, del
árbitro. El enemigo es el solitario, el marginado, el que trota por el césped
como un toro por la plaza alejado del campo.
Al árbitro… Al árbitro le han amputado el principio de autoridad y le han
colgado la etiqueta de vulnerabilidad. Continúan indefensos por motivos
puristas en aquellas instituciones que les dirigen y por la legislación que
debería ampararles. No se les permite arrancarse las mordazas que le han
situado en un estatus anacrónico y se les niega el derecho a rechazar el
ultraje y la falsedad. Aquellos que analizan públicamente sus actuaciones, y
que en la mayoría de ocasiones desconocen el reglamento, han desterrado el sentido común de sus
análisis y aplican la injusticia a quienes deben aplicar la justicia. Lo único que se
puede decir a estas alturas de quien arbitra es que lo ha hecho mal o no decir
nada. Que ningún árbitro espere que sus errores sean condonados por sus
aciertos porque ya se les presupone que todos son unos hijos de… nadie, carecen
de familia porque son autómatas sin derecho a equivocarse.
Esos incomprendidos de negro a los que les intuimos aceite lubricante en
lugar de desodorante y voltios en lugar de plasma, tienen familia, amigos, ojos
y oídos. El árbitro siempre juega fuera de casa, por eso a veces me pregunto si
alguien le dará un abrazo en su partida, lavará su ropa o la planchará con mimo
para no quemar el escudo de la Real Federación Española de Fútbol.